jueves, 10 de mayo de 2012

Multiverso

La noche abrazaba la playa con la calidez característica de los veranos del sur, mientras en el bar Juan arrancaba la tercera cerveza. Sin prestar atención a la gente del lugar, esperaba a su mejor amigo. Clara estaba conversando con sus amigas y lo miraba de lejos, como soñando sin saber. La música, de moda, no dejaba de sonar mientras él estaba triste y necesitaba compañía; ella estaba algo borracha, divirtiéndose en la soledad de su grupo de amigas.
Cuando Juan buscó su teléfono celular en el bolsillo interior de la campera, Clara encontró un brillo en sus ojos que llamó su atención. Entonces se excusó mencionando el baño y caminó unos metros sin rumbo, deteniéndose luego en la barra; lo observó por largo rato y percibió al joven bonito, relajado y algo sensual. Llevaba una mirada sincera que lo pintaba triste, levemente maquillado por el dolor. Una distancia no mayor a los cuatro metros era el único obstáculo.
Un par de minutos después de notar que su teléfono llevaba ya una hora sin funcionar, Juan comenzó a impacientarse. Pidió una nueva botella que se propuso tomar con calma, y pensó en ella. Hacía pocas semanas que estaban separados y la extrañaba tanto que le dolía. Se rió al recordar lo que el impuntual le dijo horas atrás y se encogió de hombros; se imaginó en el océano y miró a su alrededor, buscando los peces más bonitos. Encontró un vestido rojo que destacaba del resto y comenzó a nadar en esa dirección.
Si debiese representar la sensualidad, pensó, se parecería mucho a ese par de piernas. La cintura de la colorada lo tentaba con sus curvas, invitándolo en silencio a posar sus manos ya inundadas por el calor. Con el pensamiento avanzó por su cuerpo, como conquistándolo paso a paso. Sintió sus propios labios marcando el camino a lo largo de su abdomen, en dirección al cuello y sin dejar detalle por disfrutar. Se imaginó mordiendo la fruta más dulce que alguien pudiera alguna vez morder, y siguió caminando.
Clara vio a Juan incorporarse, se perdió en la expresión de su rostro y maravillada no quiso volver; en el mar de las miradas se encontró con él a solas, entregándose a las primeras chispas de un fuego atroz. Dejó que una voz lastimada pero astuta endulzara sus propias respuestas; poco a poco fueron encontrándose el uno al otro, intentando reconocerse en la hermosura del contraste. Ella sintió la firmeza de sus manos y se encargó de no dejarlo ir.
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La noche abrazaba la playa con la calidez característica de los veranos del sur, mientras en el bar Juan arrancaba la sexta cerveza. Sin prestar atención a la gente del lugar, y de buen humor, él y su compañero reían sin descanso. Clara conversaba con sus amigas y miraba en otra dirección, abstraída. Él estaba algo borracho y se disponía a retirarse; ella estaba triste, esperando que la rescataran.
Juan olvidaba y cantaba a los cuatro vientos, intercambiando estrofas con algún habitué del bar, mientras ella reía sin saber por qué. Clara miró a sus anchas en plena sonrisa, deteniéndose luego en Juan; lo observó por largo rato y se percató de su belleza. Llevaba una sonrisa herida que, seguro sin querer, contaba mucho de él. Sin dejar de reír caminó unos metros; se acercó a la barra, tomó asiento en uno de los extremos y siguió observando al joven.
Juan apuró el trago al ver a su amigo trayendo botellas nuevas, justo antes de pensar en ella. Rió con algún recuerdo de doble filo e ignoró un comentario sobre los peces que habitan el mar; se imaginó en sus brazos y miró a su alrededor, buscando la salida. Con la mirada recorrió el lugar y no pudo evitar perderse; la encontró a un lado del laberinto y se imaginó recorriéndolo con ella. Clara notó que los roles se habían invertido y, con la cabeza gacha, se apresuró a pedir una bebida al azar.
Envalentonado por el alcohol, Juan avanzó unos pocos pasos en dirección a la mujer. Con la sonrisa en alto caminó mirando sus ojos, esquivos, planeando su intromisión. Clara lo vio acercarse y, al perder su batalla con los nervios, decidió escapar. Él se quedó en silencio, pensando en quién sabe qué; tomó su teléfono y marcó un número, y este número abrió una puerta que a su vez cerró otros caminos, pero avanzó con decisión.
Atravesó el umbral sin dejar un rastro de migas y reconociendo el camino. Se dispuso a ahogarse en los mismos mares de siempre con la esperanza de que, algún día, una estrella fugaz le indicase el camino correcto, o quisiera llevárselo. Dejó su botella a un lado y salió del bar sin decir nada. Caminó bajo la lluvia, ensimismado, esperándola para no extinguirse.