martes, 30 de octubre de 2012

Hormigas (I)

Escribo estas líneas para olvidarlo todo. Intentaré contar la única historia que mi mente insiste en reavivar; depositaré en las letras, de esta manera, todo aquello que me atormenta. Hace varias semanas que una puerta bajo llave me separa de la sociedad, y en este período sólo interactué conmigo. No tengo familia o no la recuerdo. Para ser sincero, no recuerdo nada de lo que ocurrió antes de vivir en esa casa. Acepté, finalmente, que no tengo nombre ni edad. La imagen más antigua a la que logro trasladarme se ubica pocos segundos antes de la primera vez que abrí los ojos. Si me esfuerzo apenas, esta pequeña y sucia habitación se colma de aquel olor a limpio tan particular, al tiempo que el cantar de los pájaros se cuela por una ventana inexistente. Frente a esos estímulos desperté el primer día.

Entonces me incorporé, abrigado por las sábanas de una cama enorme, y miré alrededor. La habitación, blanca en su totalidad y a tono con las dimensiones de aquel lecho, contaba con dos grandes ventanales a una altura completamente fuera de mi alcance. Ambos dejaban entrar la luz del sol y con ella avanzaba débilmente un mundo exterior. Las paredes se alzaban a una altura que equivalía a cinco o seis veces mi tamaño, desde donde me observaba el techo de concreto. A pocos pasos de mí había un ropero de madera oscura; hacia él me dirigí tras ponerme de pie. Cuando comencé a trastabillar sobre el parqué helado, una brisa fresca envolvió mi cuerpo desnudo. Avancé lentamente, pues mis piernas inexpertas parecían dudar de su capacidad, y enseguida logré apoyarme sobre el mueble. Abrí una de las dos puertas centrales y encontré decenas de prendas de vestir, todas del color de las paredes. Tomé una camisa y un pantalón y me los puse rápidamente. Luego busqué en dos de los cajones que estaban debajo, donde encontré ropa interior y zapatos de mi talle; había más de lo mismo en los otros cuatro compartimentos. Cuando estuve ya vestido por completo, sin emitir sonido alguno y con la mente en blanco, me senté sobre la cama. Desde allí distinguí, en el otro extremo de la habitación, una puerta que no había visto antes. La atravesé poco después.

El edificio era gigante y recorrerlo me tomó, supongo, un par de semanas; las escaleras y pasillos, de un color perla inmaculado, parecían interminables. En mis caminatas encontré comodidades: nunca me faltó comida, tampoco abrigo. Cinco o seis cocinas enormes, como todo allí, me permitieron sobrevivir con infinidad de alimentos congelados; frutas, verduras y carnes de todo tipo me esperaban pacientemente en bolsas de plástico, detrás de una puerta metálica que ocultaba un frigorífico. Por otro lado, me vistieron decenas de roperos como el de la primera habitación, todos repletos y desperdigados en cuartos idénticos al original. Pero pese a que la existencia de esos habitáculos me permitía continuar mis viajes sin sacrificar comodidad y descanso, el sueño siempre me encontró en otro lugar. 

Cuando descubrí, tras una gran puerta de roble, el primer salón repleto de libros, no supe qué pensar. Avancé por los pasillos que las decenas de estanterías habían dibujado en su interior y perdí la mirada en infinidad de títulos, nombres de autores y encuadernaciones. Comprendí entonces que sabía leer, y creció dentro de mí un hambre que no pude controlar. Sin haberme detenido a pensarlo, no salí de la biblioteca por un tiempo. Engullí doce libros la primera semana. Eventualmente abrí y cerré todos los de la primera estantería y un año más tarde —esta cantidad es una mera estimación, pues desconocí durante un tiempo qué eran los días, los meses y los años, y la memoria me puede fallar— había leído más de trescientos títulos diferentes. Poco tiempo después, en base a la luz del sol y las sombras que se proyectaban dentro de la casa, dividí los días en veinticuatro horas. Luego planeé una rutina que incluía seis horas de lectura, dos de ejercicio físico y otras seis en las que intentaría escapar. Si bien no dejé de intentarlo, jamás encontré una forma de salir de aquella casa. Cientos de miles de páginas fueron mi única compañía durante casi tres años de insistencia. 

Nunca me acerqué lo suficiente a una ventana ni encontré una puerta que diera al exterior. Ni siquiera al tomar los cuchillos y tenedores, cuando se me ocurrió hacer con ellos un agujero en alguna pared lo suficientemente grande como para poder salir por él, me sentí aliviado o con una mínima esperanza. Sin embargo me armé de paciencia, y cavé en el concreto a diario durante aproximadamente un mes. El agujero, en ese entonces, debía tener poco menos de un metro de profundidad, pues necesitaba estirar los brazos casi por completo para golpear la pared sin tener que meterme. Si bien era profundo, no me había tomado el trabajo de hacerlo lo suficientemente alto y ancho como para poder atravesarlo caminando. Olvidé que intentaba escapar para no pensar, al mismo tiempo, en lo estúpido que me sentía por eso. Estaba seguro de que ningún agujero me llevaría a ningún lado, y de que podría cavar por años sin que se asomara a través del concreto un ápice de luz solar. ¿Pero qué podía hacer yo, más que seguir esforzándome? Tantos libros leídos, con sus historias y descripciones, habían trasladado mi mente a un mundo totalmente fuera de mi alcance. Debía encontrar la manera de que mi cuerpo se reúna con ella. Mientras pensaba en todo esto, me quedé profundamente dormido.