jueves, 14 de junio de 2012

Ventanas vacías


Caminé al menos quince minutos por esas estrechas callecitas parisinas que uno no suele ver en televisión, hasta que una avenida me volcó en la ciudad. Crucé con un grupo de turistas y seguí avanzando en línea recta hasta llegar a la zona de bares y clubes, donde caminé esperanzado buscando un lugar para olvidar. Desde la vereda escuché una tonada que me resultó familiar, y fue por eso que entré al bar más pequeño de la cuadra. En la puerta de metal con detalles en vidrio pude ver algunos mensajes en español, portugués e inglés; bastó caminar pocos metros para entender que se trataba de un lugar dedicado especialmente a los jóvenes estudiantes de otros países: allí se reunían veinteañeros de diversos rincones del planeta a compartir la noche tomando alcohol, escuchando música y conociendo a sus futuras parejas. Entré y me senté a un metro de donde estaba.
Tenía el pelo negro, la piel color té con leche y unos ojos verdes increíbles. Llevaba un vestido color negro, sobrio, que se debatía entre lo relajado y lo estrictamente formal. La escuché hablar por teléfono lo suficiente como para comprender que era argentina y que vino a Francia por un intercambio estudiantil. Había conocido un chico de algún país estrafalario pero éste la abandonó, y ahora se encontraba sola y hablando por teléfono con una compañera de la universidad, mientras yo la escuchaba y comprendía que me quería alejar con ella. Cuando terminó de hablar me presenté y le invité un trago, el cual terminó aceptando porque insistí. La música pareció rodearnos y encerrarnos en su burbuja; el volumen cada vez más alto nos llevó de paseo hacia nosotros. Bebimos hasta emborrachamos, y en el bar se burlaron diciéndonos «los mareados». No hicimos caso y salimos de la mano, para no caernos.
Caminamos hasta que nos conocimos un poco y me pidió que le prometiera cosas. Respondí en base al mundo que nos quisimos crear y le dije cuánto la haría feliz, perdiéndome tan rápido en sus sonrisas que ya no recuerdo mucho de lo que pasó después. Sé que desperté en una cama que me ahogó con su perfume, y que en su piel ya podía ver las marcas de mi amor eterno. Vi la sonrisa que aún llevaba en su piel tan clara, y recordé el calor de sus ojos verde eléctrico: lo busqué en la habitación y recorrí la casa, pero no pude dar con esa parte del alma tan esencial. Resignado me vestí, junté mis cosas y me despedí, como con las demás chicas. Fui a mi departamento y recogí apurado el equipaje, pues llegaba justo a tiempo al vuelo que me traería a Buenos Aires.

martes, 5 de junio de 2012

SMS

Cuando me la presentaron, hace unos meses, Sofía era comparable a la más pequeña de las flores hermosas. Sus ojos llegaban siempre antes que ella y con los muchachos nunca pudimos evitar adorarla como en algún tiempo se adoró el Sol. Caminaba cada mañana por el barrio sacando a pasear algún novio o alguna mascota, y se reía cuando, a coro, todo el depósito le cantaba un poco de amor. Una tarde que no hubo mucho trabajo, el encargado nos llamó a los gritos para alegrarnos la semana: con una sonrisa en la cara, nos contó que la vecina le cayó con un chisme de barrio. Si bien a él los cuentos nunca le hicieron gracia y nosotros ya lo mirábamos raro, no pudimos evitar ponernos muy contentos. Porque claro, quién iba a imaginar que Sofía andaba mirando a uno del grupo.
Pasaron los días y la mayoría se olvidó de pensarse afortunado. Ella seguía pavoneándose, cada día más sensual, y eso a muchos nos alcanzaba para llegar en condiciones al final de la jornada. Pero mientras el encargado dormía la siesta de los miércoles y los viernes, un grupo de cadetes se reunió religiosamente a intercambiar rumores. A las tres semanas dieron con el nombre.
—Lucas, sos vos —vino a decirme uno un día. Entendí todo cuando la cuarta piña de los muchachos me dejó tumbado en el piso, y el Gringo se me tiró encima para besarme y felicitarme.
—¡Grande, pendejo! —me gritó el Gordo desde el fondo— A ver si la hacés feliz por todos nosotros.
Me incorporé esquivando un «¿No será mucha mina para vos?» y, sin dejar de sonreír con fuerza, me quedé helado cuando la vi en la vereda de enfrente caminando sola, apurada y sin perro ni novio faldero. Todos la vimos atravesar el jardín a unos cien metros de donde estábamos e ingresar a su casa dando un portazo. Ignoré las cargadas de mis compañeros y decidí esperar a la mañana siguiente.
Ni bien la vi encarar para el depósito, le pegué un grito al encargado para ponerlo en aviso de que me ausentaría por un rato. Con una risa y un gesto me dejó ir tranquilo, y sonriendo y caminando, con mi mejor ropa de trabajo salí al cruce. Le pregunté si se llamaba Sofía y si me conocía, aunque sin esperar respuesta le conté a qué me dedicaba. Le conté también de mi vida y algunos de mis problemas pero sólo para decirle que ella me hacía cantar, y que cantar es una expresión divina así como también el amor que yo sentía. Canté la canción más linda que pude alguna vez querer cantar y vaya uno a saber si la conocía de antes, porque cuando empecé a llorar, y ella también, sentí que no era yo el que cantaba sino el yo que ella me había hecho crecer dentro: un yo hermoso, feliz y lleno de fuerza, que era claro al expresarse y enamoraba con la voz. Pronuncié la última estrofa con lo que me quedaba de aliento y en una explosión muy rara comenzamos a reír; primero yo, incontenible, me derramé a carcajadas y luego ella, con timidez, se hizo gigante sin esfuerzo. Nos miramos a los ojos y me dejó mudo, situación que aprovechó para anotar su número en mi celular. Me dijo «sos muy lindo» y me besó en los labios antes de irse sin voltear.
Esa tarde marqué el número que me regaló con descaro y cuando escuché su voz me tiré un poco atrás, pero a la segunda o tercera risa junté fuerzas y la invité a salir. Ella soltó una sonrisita que pude escuchar por teléfono y me prometió una respuesta para esa misma noche. Cerca de las nueve, un mensaje de texto grabó en mis retinas un «¿Nos vemos?» y a las pocas horas aprendí a convivir con la felicidad. 
Dejé que me comiera con sus ojos azules e hicimos el amor como nunca lo hice con otra mujer. Me hundí en la arena de sus manos y descubrí su cuerpo con algún sentido nuevo. En la oscuridad de su habitación nos frotamos hasta encontrar luz, y el fuego, amenazante, desapareció bajo una lluvia helada que nos revivió a los dos. Nos miramos a los ojos a tientas y nos dejamos reír hasta acabar.

Cuando se anunciaban, a la distancia, sus ojos ya sabían que yo no me iba a dejar encontrar. Bastaba un suspiro de algún pibe para que la sintiera acercarse y me vaya a trabajar al fondo, donde ella no me podía ver. La amaba en secreto y ella a mí, pero nunca tuvimos el coraje para decírnoslo en la cara. Nos fuimos alejando y metiendo en nuestras vidas de antes de ser felices, hasta perdernos y a la vez olvidarnos un poco. 
Los muchachos me cargan y me recuerdan lo que dejé ir, pero yo no les doy bola. Ya ni la miro pasar, pero porque sé en qué está pensando. Los cadetes le gritan cosas mientras yo escucho el aviso de mi celular, lo agarro con una sonrisa y le contesto «Bueno, dale».