jueves, 7 de febrero de 2013

Parca

Pasó un largo rato hasta que el alma de la lapicera asomó poco a poco como tinta, volviéndose uno con la pluma y el escritor. Este conoció mucho de sí mismo a través de ella, quien supo enseguida que juntos lograrían grandes cosas. Las ideas fluyeron paulatinamente y los sueños de ambos cobraron vida en el papel. Las palabras supieron decir grandes verdades a los dos protagonistas, quienes, pasado un tiempo, alcanzaron el éxito.

Nunca dejaron de buscar, en las sombras de cada historia, aquel detalle que los dejaría en libertad. Crearon durante años, hasta que un día todo tuvo sentido.

Escribieron un cuento perfecto, asombroso, arrollador. Un cuento muy triste titulado «La Muerte».

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Ser nocturno

Él está sentado, pensando y esperando a la vez. No sabe qué piensa ni qué espera. Ella está llorando, le duelen el silencio y lo que va a pasar. Él tomó sus cosas sin emitir sonido alguno. Las palabras no salieron y nunca se comprendería.

Ella lo odió por unos minutos. Luego se forzó a comprender, se puso en lo que quiso que fuera su lugar. Según el viento, sigue llorando. Él caminó solo, el tiempo se detuvo y sus oídos dejaron de funcionar; el vacío es un mapa difícil de interpretar. Llegó a la estación y prendió un pucho que nunca le diría nada. Se hacía de noche.

Antes de la última pitada se largó a llorar. Sospechó que los días tampoco querrían amanecer sin esos ojos.

martes, 30 de octubre de 2012

Hormigas (I)

Escribo estas líneas para olvidarlo todo. Intentaré contar la única historia que mi mente insiste en reavivar; depositaré en las letras, de esta manera, todo aquello que me atormenta. Hace varias semanas que una puerta bajo llave me separa de la sociedad, y en este período sólo interactué conmigo. No tengo familia o no la recuerdo. Para ser sincero, no recuerdo nada de lo que ocurrió antes de vivir en esa casa. Acepté, finalmente, que no tengo nombre ni edad. La imagen más antigua a la que logro trasladarme se ubica pocos segundos antes de la primera vez que abrí los ojos. Si me esfuerzo apenas, esta pequeña y sucia habitación se colma de aquel olor a limpio tan particular, al tiempo que el cantar de los pájaros se cuela por una ventana inexistente. Frente a esos estímulos desperté el primer día.

Entonces me incorporé, abrigado por las sábanas de una cama enorme, y miré alrededor. La habitación, blanca en su totalidad y a tono con las dimensiones de aquel lecho, contaba con dos grandes ventanales a una altura completamente fuera de mi alcance. Ambos dejaban entrar la luz del sol y con ella avanzaba débilmente un mundo exterior. Las paredes se alzaban a una altura que equivalía a cinco o seis veces mi tamaño, desde donde me observaba el techo de concreto. A pocos pasos de mí había un ropero de madera oscura; hacia él me dirigí tras ponerme de pie. Cuando comencé a trastabillar sobre el parqué helado, una brisa fresca envolvió mi cuerpo desnudo. Avancé lentamente, pues mis piernas inexpertas parecían dudar de su capacidad, y enseguida logré apoyarme sobre el mueble. Abrí una de las dos puertas centrales y encontré decenas de prendas de vestir, todas del color de las paredes. Tomé una camisa y un pantalón y me los puse rápidamente. Luego busqué en dos de los cajones que estaban debajo, donde encontré ropa interior y zapatos de mi talle; había más de lo mismo en los otros cuatro compartimentos. Cuando estuve ya vestido por completo, sin emitir sonido alguno y con la mente en blanco, me senté sobre la cama. Desde allí distinguí, en el otro extremo de la habitación, una puerta que no había visto antes. La atravesé poco después.

El edificio era gigante y recorrerlo me tomó, supongo, un par de semanas; las escaleras y pasillos, de un color perla inmaculado, parecían interminables. En mis caminatas encontré comodidades: nunca me faltó comida, tampoco abrigo. Cinco o seis cocinas enormes, como todo allí, me permitieron sobrevivir con infinidad de alimentos congelados; frutas, verduras y carnes de todo tipo me esperaban pacientemente en bolsas de plástico, detrás de una puerta metálica que ocultaba un frigorífico. Por otro lado, me vistieron decenas de roperos como el de la primera habitación, todos repletos y desperdigados en cuartos idénticos al original. Pero pese a que la existencia de esos habitáculos me permitía continuar mis viajes sin sacrificar comodidad y descanso, el sueño siempre me encontró en otro lugar. 

Cuando descubrí, tras una gran puerta de roble, el primer salón repleto de libros, no supe qué pensar. Avancé por los pasillos que las decenas de estanterías habían dibujado en su interior y perdí la mirada en infinidad de títulos, nombres de autores y encuadernaciones. Comprendí entonces que sabía leer, y creció dentro de mí un hambre que no pude controlar. Sin haberme detenido a pensarlo, no salí de la biblioteca por un tiempo. Engullí doce libros la primera semana. Eventualmente abrí y cerré todos los de la primera estantería y un año más tarde —esta cantidad es una mera estimación, pues desconocí durante un tiempo qué eran los días, los meses y los años, y la memoria me puede fallar— había leído más de trescientos títulos diferentes. Poco tiempo después, en base a la luz del sol y las sombras que se proyectaban dentro de la casa, dividí los días en veinticuatro horas. Luego planeé una rutina que incluía seis horas de lectura, dos de ejercicio físico y otras seis en las que intentaría escapar. Si bien no dejé de intentarlo, jamás encontré una forma de salir de aquella casa. Cientos de miles de páginas fueron mi única compañía durante casi tres años de insistencia. 

Nunca me acerqué lo suficiente a una ventana ni encontré una puerta que diera al exterior. Ni siquiera al tomar los cuchillos y tenedores, cuando se me ocurrió hacer con ellos un agujero en alguna pared lo suficientemente grande como para poder salir por él, me sentí aliviado o con una mínima esperanza. Sin embargo me armé de paciencia, y cavé en el concreto a diario durante aproximadamente un mes. El agujero, en ese entonces, debía tener poco menos de un metro de profundidad, pues necesitaba estirar los brazos casi por completo para golpear la pared sin tener que meterme. Si bien era profundo, no me había tomado el trabajo de hacerlo lo suficientemente alto y ancho como para poder atravesarlo caminando. Olvidé que intentaba escapar para no pensar, al mismo tiempo, en lo estúpido que me sentía por eso. Estaba seguro de que ningún agujero me llevaría a ningún lado, y de que podría cavar por años sin que se asomara a través del concreto un ápice de luz solar. ¿Pero qué podía hacer yo, más que seguir esforzándome? Tantos libros leídos, con sus historias y descripciones, habían trasladado mi mente a un mundo totalmente fuera de mi alcance. Debía encontrar la manera de que mi cuerpo se reúna con ella. Mientras pensaba en todo esto, me quedé profundamente dormido.

jueves, 19 de julio de 2012

Gula

Desperté al oír una melodía, amarga, que me secó la garganta y se llevó mi voz. En vano intenté pedir ayuda, pues cuando abrí la boca me fue imposible emitir algún sonido y noté además mi soledad. Busqué en una de las mochilas que cargaba en la espalda un poco de agua, pero no encontré más que unos trapos y algún instrumento de caza. Tomé un bolso que colgaba de mi hombro izquierdo tras ubicar la mochila en mi costado y, tras un leve esfuerzo por alcanzar uno de los fondos, di finalmente con una cantimplora. Me detuve a beber con rapidez y noté la hermosura del lugar en el que me encontraba. 
Mis pies eran diminutos sobre el camino de piedra fría que había estado transitando vaya uno a saber durante cuánto tiempo. A un lado de éste se encontraba la montaña, inquebrantable, y del otro el paraíso. Un césped verde oscuro bordeaba las piedras del camino y las conectaba con una diminuta playa que se encontraba a una distancia no mayor a los veinte metros, tras una pendiente. El cielo se mostraba despejado y el agua, tan pura que lastimaba la vista de quien osara fijar los ojos en su superficie, unía el horizonte con una pequeña cascada que no dejaba de murmurar. La espuma que se generaba con la caída del agua era extrañamente espesa y en ocasiones alcanzaba la orilla, donde dibujaba sobre la arena y con timidez un mapa hacia algún otro paraíso, que parecía estar señalado con una pluma blanca de gran tamaño. Ésta llamó mi atención y me vi descendiendo por la pendiente a gran velocidad; hubiese dicho que nunca antes había visto una que se le asemeje, de no ser porque a mi alrededor, sobre la arena, podía contar un centenar de plumas idénticas. Unos cuatro metros más allá, casi en contacto con la marea, había un ángel.
Quise observarlo de lejos, pero su belleza me obligó a acercarme y caer de rodillas frente a él, quien se mostraba frágil y hermoso a la vez. Me miró con sus ojos de ensueño y una sonrisa incontenible se apoderó de mí. El niño alado, inmóvil debido a lo que parecía una herida grave en la espalda, no hizo más que devolverme el gesto. Lo besé y sentí cómo la tranquilidad caía sobre su cuerpo; se relajó poco a poco y tomó mi brazo izquierdo con una de sus manos. Mi corazón se llenó de alegría. Comencé a besar su mano con delicadeza y canté en voz baja, para que sólo me oyera él. Nos rodeó con sus enormes alas, cada una de la mitad de mi tamaño, tarareó algunas estrofas de mis tristes canciones de guerra y nos llenó de luz. 
Puse sus manos sobre mi rostro, que estaba helado, y me derretí de alguna manera. Perdí la fuerza y me rompí de a poco, con la cara ardiendo; primero el cuello, se abrió mostrando un pozo oscuro que parecía no tener fondo, y luego mi brazo izquierdo se evaporó sin más. Las heridas del niño sanaron y éste logró incorporarse. Se apoyó en sus rodillas y manos, para luego ayudarse con las alas y ponerse de pie. Me observó por largo rato, se rió con fuerza e hizo temblar la playa con la voz, mientras yo veía cómo el fuego se apoderaba de mi cuerpo y avanzaba sobre mi pecho. Antes de que pudiera reaccionar, el monstruo se abalanzó sobre mí e intentó, a modo de burla violenta, besarme en la frente. 
Con la mano derecha y un grito desgarrador lo alejé de mí unos pocos metros, suficientes para lograr ponerme de pie. Volvió a lanzarse y no pude evitar que mordiera el brazo que me quedaba. Caí de rodillas sin poder quitármelo de encima. Cuando el calor de su cuerpo había ya comenzado a deshacerse de mí, lo mordí en el cuello con el resto de mis fuerzas. Clavé mis dientes y me bañé de sangre, cerré la boca y tragué el resultado. Avancé por el cuello hacia el mentón y comí todo lo que tuve a mi alcance. Luego me ayudé con ambas manos, hasta devorarlo por completo. Me bañé en el agua cristalina y volví al rato, lleno de energías. Me vestí, tomé mis cosas, abrí las alas y escapé.

jueves, 14 de junio de 2012

Ventanas vacías


Caminé al menos quince minutos por esas estrechas callecitas parisinas que uno no suele ver en televisión, hasta que una avenida me volcó en la ciudad. Crucé con un grupo de turistas y seguí avanzando en línea recta hasta llegar a la zona de bares y clubes, donde caminé esperanzado buscando un lugar para olvidar. Desde la vereda escuché una tonada que me resultó familiar, y fue por eso que entré al bar más pequeño de la cuadra. En la puerta de metal con detalles en vidrio pude ver algunos mensajes en español, portugués e inglés; bastó caminar pocos metros para entender que se trataba de un lugar dedicado especialmente a los jóvenes estudiantes de otros países: allí se reunían veinteañeros de diversos rincones del planeta a compartir la noche tomando alcohol, escuchando música y conociendo a sus futuras parejas. Entré y me senté a un metro de donde estaba.
Tenía el pelo negro, la piel color té con leche y unos ojos verdes increíbles. Llevaba un vestido color negro, sobrio, que se debatía entre lo relajado y lo estrictamente formal. La escuché hablar por teléfono lo suficiente como para comprender que era argentina y que vino a Francia por un intercambio estudiantil. Había conocido un chico de algún país estrafalario pero éste la abandonó, y ahora se encontraba sola y hablando por teléfono con una compañera de la universidad, mientras yo la escuchaba y comprendía que me quería alejar con ella. Cuando terminó de hablar me presenté y le invité un trago, el cual terminó aceptando porque insistí. La música pareció rodearnos y encerrarnos en su burbuja; el volumen cada vez más alto nos llevó de paseo hacia nosotros. Bebimos hasta emborrachamos, y en el bar se burlaron diciéndonos «los mareados». No hicimos caso y salimos de la mano, para no caernos.
Caminamos hasta que nos conocimos un poco y me pidió que le prometiera cosas. Respondí en base al mundo que nos quisimos crear y le dije cuánto la haría feliz, perdiéndome tan rápido en sus sonrisas que ya no recuerdo mucho de lo que pasó después. Sé que desperté en una cama que me ahogó con su perfume, y que en su piel ya podía ver las marcas de mi amor eterno. Vi la sonrisa que aún llevaba en su piel tan clara, y recordé el calor de sus ojos verde eléctrico: lo busqué en la habitación y recorrí la casa, pero no pude dar con esa parte del alma tan esencial. Resignado me vestí, junté mis cosas y me despedí, como con las demás chicas. Fui a mi departamento y recogí apurado el equipaje, pues llegaba justo a tiempo al vuelo que me traería a Buenos Aires.

martes, 5 de junio de 2012

SMS

Cuando me la presentaron, hace unos meses, Sofía era comparable a la más pequeña de las flores hermosas. Sus ojos llegaban siempre antes que ella y con los muchachos nunca pudimos evitar adorarla como en algún tiempo se adoró el Sol. Caminaba cada mañana por el barrio sacando a pasear algún novio o alguna mascota, y se reía cuando, a coro, todo el depósito le cantaba un poco de amor. Una tarde que no hubo mucho trabajo, el encargado nos llamó a los gritos para alegrarnos la semana: con una sonrisa en la cara, nos contó que la vecina le cayó con un chisme de barrio. Si bien a él los cuentos nunca le hicieron gracia y nosotros ya lo mirábamos raro, no pudimos evitar ponernos muy contentos. Porque claro, quién iba a imaginar que Sofía andaba mirando a uno del grupo.
Pasaron los días y la mayoría se olvidó de pensarse afortunado. Ella seguía pavoneándose, cada día más sensual, y eso a muchos nos alcanzaba para llegar en condiciones al final de la jornada. Pero mientras el encargado dormía la siesta de los miércoles y los viernes, un grupo de cadetes se reunió religiosamente a intercambiar rumores. A las tres semanas dieron con el nombre.
—Lucas, sos vos —vino a decirme uno un día. Entendí todo cuando la cuarta piña de los muchachos me dejó tumbado en el piso, y el Gringo se me tiró encima para besarme y felicitarme.
—¡Grande, pendejo! —me gritó el Gordo desde el fondo— A ver si la hacés feliz por todos nosotros.
Me incorporé esquivando un «¿No será mucha mina para vos?» y, sin dejar de sonreír con fuerza, me quedé helado cuando la vi en la vereda de enfrente caminando sola, apurada y sin perro ni novio faldero. Todos la vimos atravesar el jardín a unos cien metros de donde estábamos e ingresar a su casa dando un portazo. Ignoré las cargadas de mis compañeros y decidí esperar a la mañana siguiente.
Ni bien la vi encarar para el depósito, le pegué un grito al encargado para ponerlo en aviso de que me ausentaría por un rato. Con una risa y un gesto me dejó ir tranquilo, y sonriendo y caminando, con mi mejor ropa de trabajo salí al cruce. Le pregunté si se llamaba Sofía y si me conocía, aunque sin esperar respuesta le conté a qué me dedicaba. Le conté también de mi vida y algunos de mis problemas pero sólo para decirle que ella me hacía cantar, y que cantar es una expresión divina así como también el amor que yo sentía. Canté la canción más linda que pude alguna vez querer cantar y vaya uno a saber si la conocía de antes, porque cuando empecé a llorar, y ella también, sentí que no era yo el que cantaba sino el yo que ella me había hecho crecer dentro: un yo hermoso, feliz y lleno de fuerza, que era claro al expresarse y enamoraba con la voz. Pronuncié la última estrofa con lo que me quedaba de aliento y en una explosión muy rara comenzamos a reír; primero yo, incontenible, me derramé a carcajadas y luego ella, con timidez, se hizo gigante sin esfuerzo. Nos miramos a los ojos y me dejó mudo, situación que aprovechó para anotar su número en mi celular. Me dijo «sos muy lindo» y me besó en los labios antes de irse sin voltear.
Esa tarde marqué el número que me regaló con descaro y cuando escuché su voz me tiré un poco atrás, pero a la segunda o tercera risa junté fuerzas y la invité a salir. Ella soltó una sonrisita que pude escuchar por teléfono y me prometió una respuesta para esa misma noche. Cerca de las nueve, un mensaje de texto grabó en mis retinas un «¿Nos vemos?» y a las pocas horas aprendí a convivir con la felicidad. 
Dejé que me comiera con sus ojos azules e hicimos el amor como nunca lo hice con otra mujer. Me hundí en la arena de sus manos y descubrí su cuerpo con algún sentido nuevo. En la oscuridad de su habitación nos frotamos hasta encontrar luz, y el fuego, amenazante, desapareció bajo una lluvia helada que nos revivió a los dos. Nos miramos a los ojos a tientas y nos dejamos reír hasta acabar.

Cuando se anunciaban, a la distancia, sus ojos ya sabían que yo no me iba a dejar encontrar. Bastaba un suspiro de algún pibe para que la sintiera acercarse y me vaya a trabajar al fondo, donde ella no me podía ver. La amaba en secreto y ella a mí, pero nunca tuvimos el coraje para decírnoslo en la cara. Nos fuimos alejando y metiendo en nuestras vidas de antes de ser felices, hasta perdernos y a la vez olvidarnos un poco. 
Los muchachos me cargan y me recuerdan lo que dejé ir, pero yo no les doy bola. Ya ni la miro pasar, pero porque sé en qué está pensando. Los cadetes le gritan cosas mientras yo escucho el aviso de mi celular, lo agarro con una sonrisa y le contesto «Bueno, dale».

jueves, 10 de mayo de 2012

Multiverso

La noche abrazaba la playa con la calidez característica de los veranos del sur, mientras en el bar Juan arrancaba la tercera cerveza. Sin prestar atención a la gente del lugar, esperaba a su mejor amigo. Clara estaba conversando con sus amigas y lo miraba de lejos, como soñando sin saber. La música, de moda, no dejaba de sonar mientras él estaba triste y necesitaba compañía; ella estaba algo borracha, divirtiéndose en la soledad de su grupo de amigas.
Cuando Juan buscó su teléfono celular en el bolsillo interior de la campera, Clara encontró un brillo en sus ojos que llamó su atención. Entonces se excusó mencionando el baño y caminó unos metros sin rumbo, deteniéndose luego en la barra; lo observó por largo rato y percibió al joven bonito, relajado y algo sensual. Llevaba una mirada sincera que lo pintaba triste, levemente maquillado por el dolor. Una distancia no mayor a los cuatro metros era el único obstáculo.
Un par de minutos después de notar que su teléfono llevaba ya una hora sin funcionar, Juan comenzó a impacientarse. Pidió una nueva botella que se propuso tomar con calma, y pensó en ella. Hacía pocas semanas que estaban separados y la extrañaba tanto que le dolía. Se rió al recordar lo que el impuntual le dijo horas atrás y se encogió de hombros; se imaginó en el océano y miró a su alrededor, buscando los peces más bonitos. Encontró un vestido rojo que destacaba del resto y comenzó a nadar en esa dirección.
Si debiese representar la sensualidad, pensó, se parecería mucho a ese par de piernas. La cintura de la colorada lo tentaba con sus curvas, invitándolo en silencio a posar sus manos ya inundadas por el calor. Con el pensamiento avanzó por su cuerpo, como conquistándolo paso a paso. Sintió sus propios labios marcando el camino a lo largo de su abdomen, en dirección al cuello y sin dejar detalle por disfrutar. Se imaginó mordiendo la fruta más dulce que alguien pudiera alguna vez morder, y siguió caminando.
Clara vio a Juan incorporarse, se perdió en la expresión de su rostro y maravillada no quiso volver; en el mar de las miradas se encontró con él a solas, entregándose a las primeras chispas de un fuego atroz. Dejó que una voz lastimada pero astuta endulzara sus propias respuestas; poco a poco fueron encontrándose el uno al otro, intentando reconocerse en la hermosura del contraste. Ella sintió la firmeza de sus manos y se encargó de no dejarlo ir.
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La noche abrazaba la playa con la calidez característica de los veranos del sur, mientras en el bar Juan arrancaba la sexta cerveza. Sin prestar atención a la gente del lugar, y de buen humor, él y su compañero reían sin descanso. Clara conversaba con sus amigas y miraba en otra dirección, abstraída. Él estaba algo borracho y se disponía a retirarse; ella estaba triste, esperando que la rescataran.
Juan olvidaba y cantaba a los cuatro vientos, intercambiando estrofas con algún habitué del bar, mientras ella reía sin saber por qué. Clara miró a sus anchas en plena sonrisa, deteniéndose luego en Juan; lo observó por largo rato y se percató de su belleza. Llevaba una sonrisa herida que, seguro sin querer, contaba mucho de él. Sin dejar de reír caminó unos metros; se acercó a la barra, tomó asiento en uno de los extremos y siguió observando al joven.
Juan apuró el trago al ver a su amigo trayendo botellas nuevas, justo antes de pensar en ella. Rió con algún recuerdo de doble filo e ignoró un comentario sobre los peces que habitan el mar; se imaginó en sus brazos y miró a su alrededor, buscando la salida. Con la mirada recorrió el lugar y no pudo evitar perderse; la encontró a un lado del laberinto y se imaginó recorriéndolo con ella. Clara notó que los roles se habían invertido y, con la cabeza gacha, se apresuró a pedir una bebida al azar.
Envalentonado por el alcohol, Juan avanzó unos pocos pasos en dirección a la mujer. Con la sonrisa en alto caminó mirando sus ojos, esquivos, planeando su intromisión. Clara lo vio acercarse y, al perder su batalla con los nervios, decidió escapar. Él se quedó en silencio, pensando en quién sabe qué; tomó su teléfono y marcó un número, y este número abrió una puerta que a su vez cerró otros caminos, pero avanzó con decisión.
Atravesó el umbral sin dejar un rastro de migas y reconociendo el camino. Se dispuso a ahogarse en los mismos mares de siempre con la esperanza de que, algún día, una estrella fugaz le indicase el camino correcto, o quisiera llevárselo. Dejó su botella a un lado y salió del bar sin decir nada. Caminó bajo la lluvia, ensimismado, esperándola para no extinguirse.