miércoles, 19 de diciembre de 2012

Ser nocturno

Él está sentado, pensando y esperando a la vez. No sabe qué piensa ni qué espera. Ella está llorando, le duelen el silencio y lo que va a pasar. Él tomó sus cosas sin emitir sonido alguno. Las palabras no salieron y nunca se comprendería.

Ella lo odió por unos minutos. Luego se forzó a comprender, se puso en lo que quiso que fuera su lugar. Según el viento, sigue llorando. Él caminó solo, el tiempo se detuvo y sus oídos dejaron de funcionar; el vacío es un mapa difícil de interpretar. Llegó a la estación y prendió un pucho que nunca le diría nada. Se hacía de noche.

Antes de la última pitada se largó a llorar. Sospechó que los días tampoco querrían amanecer sin esos ojos.

martes, 30 de octubre de 2012

Hormigas (I)

Escribo estas líneas para olvidarlo todo. Intentaré contar la única historia que mi mente insiste en reavivar; depositaré en las letras, de esta manera, todo aquello que me atormenta. Hace varias semanas que una puerta bajo llave me separa de la sociedad, y en este período sólo interactué conmigo. No tengo familia o no la recuerdo. Para ser sincero, no recuerdo nada de lo que ocurrió antes de vivir en esa casa. Acepté, finalmente, que no tengo nombre ni edad. La imagen más antigua a la que logro trasladarme se ubica pocos segundos antes de la primera vez que abrí los ojos. Si me esfuerzo apenas, esta pequeña y sucia habitación se colma de aquel olor a limpio tan particular, al tiempo que el cantar de los pájaros se cuela por una ventana inexistente. Frente a esos estímulos desperté el primer día.

Entonces me incorporé, abrigado por las sábanas de una cama enorme, y miré alrededor. La habitación, blanca en su totalidad y a tono con las dimensiones de aquel lecho, contaba con dos grandes ventanales a una altura completamente fuera de mi alcance. Ambos dejaban entrar la luz del sol y con ella avanzaba débilmente un mundo exterior. Las paredes se alzaban a una altura que equivalía a cinco o seis veces mi tamaño, desde donde me observaba el techo de concreto. A pocos pasos de mí había un ropero de madera oscura; hacia él me dirigí tras ponerme de pie. Cuando comencé a trastabillar sobre el parqué helado, una brisa fresca envolvió mi cuerpo desnudo. Avancé lentamente, pues mis piernas inexpertas parecían dudar de su capacidad, y enseguida logré apoyarme sobre el mueble. Abrí una de las dos puertas centrales y encontré decenas de prendas de vestir, todas del color de las paredes. Tomé una camisa y un pantalón y me los puse rápidamente. Luego busqué en dos de los cajones que estaban debajo, donde encontré ropa interior y zapatos de mi talle; había más de lo mismo en los otros cuatro compartimentos. Cuando estuve ya vestido por completo, sin emitir sonido alguno y con la mente en blanco, me senté sobre la cama. Desde allí distinguí, en el otro extremo de la habitación, una puerta que no había visto antes. La atravesé poco después.

El edificio era gigante y recorrerlo me tomó, supongo, un par de semanas; las escaleras y pasillos, de un color perla inmaculado, parecían interminables. En mis caminatas encontré comodidades: nunca me faltó comida, tampoco abrigo. Cinco o seis cocinas enormes, como todo allí, me permitieron sobrevivir con infinidad de alimentos congelados; frutas, verduras y carnes de todo tipo me esperaban pacientemente en bolsas de plástico, detrás de una puerta metálica que ocultaba un frigorífico. Por otro lado, me vistieron decenas de roperos como el de la primera habitación, todos repletos y desperdigados en cuartos idénticos al original. Pero pese a que la existencia de esos habitáculos me permitía continuar mis viajes sin sacrificar comodidad y descanso, el sueño siempre me encontró en otro lugar. 

Cuando descubrí, tras una gran puerta de roble, el primer salón repleto de libros, no supe qué pensar. Avancé por los pasillos que las decenas de estanterías habían dibujado en su interior y perdí la mirada en infinidad de títulos, nombres de autores y encuadernaciones. Comprendí entonces que sabía leer, y creció dentro de mí un hambre que no pude controlar. Sin haberme detenido a pensarlo, no salí de la biblioteca por un tiempo. Engullí doce libros la primera semana. Eventualmente abrí y cerré todos los de la primera estantería y un año más tarde —esta cantidad es una mera estimación, pues desconocí durante un tiempo qué eran los días, los meses y los años, y la memoria me puede fallar— había leído más de trescientos títulos diferentes. Poco tiempo después, en base a la luz del sol y las sombras que se proyectaban dentro de la casa, dividí los días en veinticuatro horas. Luego planeé una rutina que incluía seis horas de lectura, dos de ejercicio físico y otras seis en las que intentaría escapar. Si bien no dejé de intentarlo, jamás encontré una forma de salir de aquella casa. Cientos de miles de páginas fueron mi única compañía durante casi tres años de insistencia. 

Nunca me acerqué lo suficiente a una ventana ni encontré una puerta que diera al exterior. Ni siquiera al tomar los cuchillos y tenedores, cuando se me ocurrió hacer con ellos un agujero en alguna pared lo suficientemente grande como para poder salir por él, me sentí aliviado o con una mínima esperanza. Sin embargo me armé de paciencia, y cavé en el concreto a diario durante aproximadamente un mes. El agujero, en ese entonces, debía tener poco menos de un metro de profundidad, pues necesitaba estirar los brazos casi por completo para golpear la pared sin tener que meterme. Si bien era profundo, no me había tomado el trabajo de hacerlo lo suficientemente alto y ancho como para poder atravesarlo caminando. Olvidé que intentaba escapar para no pensar, al mismo tiempo, en lo estúpido que me sentía por eso. Estaba seguro de que ningún agujero me llevaría a ningún lado, y de que podría cavar por años sin que se asomara a través del concreto un ápice de luz solar. ¿Pero qué podía hacer yo, más que seguir esforzándome? Tantos libros leídos, con sus historias y descripciones, habían trasladado mi mente a un mundo totalmente fuera de mi alcance. Debía encontrar la manera de que mi cuerpo se reúna con ella. Mientras pensaba en todo esto, me quedé profundamente dormido.

jueves, 19 de julio de 2012

Gula

Desperté al oír una melodía, amarga, que me secó la garganta y se llevó mi voz. En vano intenté pedir ayuda, pues cuando abrí la boca me fue imposible emitir algún sonido y noté además mi soledad. Busqué en una de las mochilas que cargaba en la espalda un poco de agua, pero no encontré más que unos trapos y algún instrumento de caza. Tomé un bolso que colgaba de mi hombro izquierdo tras ubicar la mochila en mi costado y, tras un leve esfuerzo por alcanzar uno de los fondos, di finalmente con una cantimplora. Me detuve a beber con rapidez y noté la hermosura del lugar en el que me encontraba. 
Mis pies eran diminutos sobre el camino de piedra fría que había estado transitando vaya uno a saber durante cuánto tiempo. A un lado de éste se encontraba la montaña, inquebrantable, y del otro el paraíso. Un césped verde oscuro bordeaba las piedras del camino y las conectaba con una diminuta playa que se encontraba a una distancia no mayor a los veinte metros, tras una pendiente. El cielo se mostraba despejado y el agua, tan pura que lastimaba la vista de quien osara fijar los ojos en su superficie, unía el horizonte con una pequeña cascada que no dejaba de murmurar. La espuma que se generaba con la caída del agua era extrañamente espesa y en ocasiones alcanzaba la orilla, donde dibujaba sobre la arena y con timidez un mapa hacia algún otro paraíso, que parecía estar señalado con una pluma blanca de gran tamaño. Ésta llamó mi atención y me vi descendiendo por la pendiente a gran velocidad; hubiese dicho que nunca antes había visto una que se le asemeje, de no ser porque a mi alrededor, sobre la arena, podía contar un centenar de plumas idénticas. Unos cuatro metros más allá, casi en contacto con la marea, había un ángel.
Quise observarlo de lejos, pero su belleza me obligó a acercarme y caer de rodillas frente a él, quien se mostraba frágil y hermoso a la vez. Me miró con sus ojos de ensueño y una sonrisa incontenible se apoderó de mí. El niño alado, inmóvil debido a lo que parecía una herida grave en la espalda, no hizo más que devolverme el gesto. Lo besé y sentí cómo la tranquilidad caía sobre su cuerpo; se relajó poco a poco y tomó mi brazo izquierdo con una de sus manos. Mi corazón se llenó de alegría. Comencé a besar su mano con delicadeza y canté en voz baja, para que sólo me oyera él. Nos rodeó con sus enormes alas, cada una de la mitad de mi tamaño, tarareó algunas estrofas de mis tristes canciones de guerra y nos llenó de luz. 
Puse sus manos sobre mi rostro, que estaba helado, y me derretí de alguna manera. Perdí la fuerza y me rompí de a poco, con la cara ardiendo; primero el cuello, se abrió mostrando un pozo oscuro que parecía no tener fondo, y luego mi brazo izquierdo se evaporó sin más. Las heridas del niño sanaron y éste logró incorporarse. Se apoyó en sus rodillas y manos, para luego ayudarse con las alas y ponerse de pie. Me observó por largo rato, se rió con fuerza e hizo temblar la playa con la voz, mientras yo veía cómo el fuego se apoderaba de mi cuerpo y avanzaba sobre mi pecho. Antes de que pudiera reaccionar, el monstruo se abalanzó sobre mí e intentó, a modo de burla violenta, besarme en la frente. 
Con la mano derecha y un grito desgarrador lo alejé de mí unos pocos metros, suficientes para lograr ponerme de pie. Volvió a lanzarse y no pude evitar que mordiera el brazo que me quedaba. Caí de rodillas sin poder quitármelo de encima. Cuando el calor de su cuerpo había ya comenzado a deshacerse de mí, lo mordí en el cuello con el resto de mis fuerzas. Clavé mis dientes y me bañé de sangre, cerré la boca y tragué el resultado. Avancé por el cuello hacia el mentón y comí todo lo que tuve a mi alcance. Luego me ayudé con ambas manos, hasta devorarlo por completo. Me bañé en el agua cristalina y volví al rato, lleno de energías. Me vestí, tomé mis cosas, abrí las alas y escapé.

jueves, 14 de junio de 2012

Ventanas vacías


Caminé al menos quince minutos por esas estrechas callecitas parisinas que uno no suele ver en televisión, hasta que una avenida me volcó en la ciudad. Crucé con un grupo de turistas y seguí avanzando en línea recta hasta llegar a la zona de bares y clubes, donde caminé esperanzado buscando un lugar para olvidar. Desde la vereda escuché una tonada que me resultó familiar, y fue por eso que entré al bar más pequeño de la cuadra. En la puerta de metal con detalles en vidrio pude ver algunos mensajes en español, portugués e inglés; bastó caminar pocos metros para entender que se trataba de un lugar dedicado especialmente a los jóvenes estudiantes de otros países: allí se reunían veinteañeros de diversos rincones del planeta a compartir la noche tomando alcohol, escuchando música y conociendo a sus futuras parejas. Entré y me senté a un metro de donde estaba.
Tenía el pelo negro, la piel color té con leche y unos ojos verdes increíbles. Llevaba un vestido color negro, sobrio, que se debatía entre lo relajado y lo estrictamente formal. La escuché hablar por teléfono lo suficiente como para comprender que era argentina y que vino a Francia por un intercambio estudiantil. Había conocido un chico de algún país estrafalario pero éste la abandonó, y ahora se encontraba sola y hablando por teléfono con una compañera de la universidad, mientras yo la escuchaba y comprendía que me quería alejar con ella. Cuando terminó de hablar me presenté y le invité un trago, el cual terminó aceptando porque insistí. La música pareció rodearnos y encerrarnos en su burbuja; el volumen cada vez más alto nos llevó de paseo hacia nosotros. Bebimos hasta emborrachamos, y en el bar se burlaron diciéndonos «los mareados». No hicimos caso y salimos de la mano, para no caernos.
Caminamos hasta que nos conocimos un poco y me pidió que le prometiera cosas. Respondí en base al mundo que nos quisimos crear y le dije cuánto la haría feliz, perdiéndome tan rápido en sus sonrisas que ya no recuerdo mucho de lo que pasó después. Sé que desperté en una cama que me ahogó con su perfume, y que en su piel ya podía ver las marcas de mi amor eterno. Vi la sonrisa que aún llevaba en su piel tan clara, y recordé el calor de sus ojos verde eléctrico: lo busqué en la habitación y recorrí la casa, pero no pude dar con esa parte del alma tan esencial. Resignado me vestí, junté mis cosas y me despedí, como con las demás chicas. Fui a mi departamento y recogí apurado el equipaje, pues llegaba justo a tiempo al vuelo que me traería a Buenos Aires.

martes, 5 de junio de 2012

SMS

Cuando me la presentaron, hace unos meses, Sofía era comparable a la más pequeña de las flores hermosas. Sus ojos llegaban siempre antes que ella y con los muchachos nunca pudimos evitar adorarla como en algún tiempo se adoró el Sol. Caminaba cada mañana por el barrio sacando a pasear algún novio o alguna mascota, y se reía cuando, a coro, todo el depósito le cantaba un poco de amor. Una tarde que no hubo mucho trabajo, el encargado nos llamó a los gritos para alegrarnos la semana: con una sonrisa en la cara, nos contó que la vecina le cayó con un chisme de barrio. Si bien a él los cuentos nunca le hicieron gracia y nosotros ya lo mirábamos raro, no pudimos evitar ponernos muy contentos. Porque claro, quién iba a imaginar que Sofía andaba mirando a uno del grupo.
Pasaron los días y la mayoría se olvidó de pensarse afortunado. Ella seguía pavoneándose, cada día más sensual, y eso a muchos nos alcanzaba para llegar en condiciones al final de la jornada. Pero mientras el encargado dormía la siesta de los miércoles y los viernes, un grupo de cadetes se reunió religiosamente a intercambiar rumores. A las tres semanas dieron con el nombre.
—Lucas, sos vos —vino a decirme uno un día. Entendí todo cuando la cuarta piña de los muchachos me dejó tumbado en el piso, y el Gringo se me tiró encima para besarme y felicitarme.
—¡Grande, pendejo! —me gritó el Gordo desde el fondo— A ver si la hacés feliz por todos nosotros.
Me incorporé esquivando un «¿No será mucha mina para vos?» y, sin dejar de sonreír con fuerza, me quedé helado cuando la vi en la vereda de enfrente caminando sola, apurada y sin perro ni novio faldero. Todos la vimos atravesar el jardín a unos cien metros de donde estábamos e ingresar a su casa dando un portazo. Ignoré las cargadas de mis compañeros y decidí esperar a la mañana siguiente.
Ni bien la vi encarar para el depósito, le pegué un grito al encargado para ponerlo en aviso de que me ausentaría por un rato. Con una risa y un gesto me dejó ir tranquilo, y sonriendo y caminando, con mi mejor ropa de trabajo salí al cruce. Le pregunté si se llamaba Sofía y si me conocía, aunque sin esperar respuesta le conté a qué me dedicaba. Le conté también de mi vida y algunos de mis problemas pero sólo para decirle que ella me hacía cantar, y que cantar es una expresión divina así como también el amor que yo sentía. Canté la canción más linda que pude alguna vez querer cantar y vaya uno a saber si la conocía de antes, porque cuando empecé a llorar, y ella también, sentí que no era yo el que cantaba sino el yo que ella me había hecho crecer dentro: un yo hermoso, feliz y lleno de fuerza, que era claro al expresarse y enamoraba con la voz. Pronuncié la última estrofa con lo que me quedaba de aliento y en una explosión muy rara comenzamos a reír; primero yo, incontenible, me derramé a carcajadas y luego ella, con timidez, se hizo gigante sin esfuerzo. Nos miramos a los ojos y me dejó mudo, situación que aprovechó para anotar su número en mi celular. Me dijo «sos muy lindo» y me besó en los labios antes de irse sin voltear.
Esa tarde marqué el número que me regaló con descaro y cuando escuché su voz me tiré un poco atrás, pero a la segunda o tercera risa junté fuerzas y la invité a salir. Ella soltó una sonrisita que pude escuchar por teléfono y me prometió una respuesta para esa misma noche. Cerca de las nueve, un mensaje de texto grabó en mis retinas un «¿Nos vemos?» y a las pocas horas aprendí a convivir con la felicidad. 
Dejé que me comiera con sus ojos azules e hicimos el amor como nunca lo hice con otra mujer. Me hundí en la arena de sus manos y descubrí su cuerpo con algún sentido nuevo. En la oscuridad de su habitación nos frotamos hasta encontrar luz, y el fuego, amenazante, desapareció bajo una lluvia helada que nos revivió a los dos. Nos miramos a los ojos a tientas y nos dejamos reír hasta acabar.

Cuando se anunciaban, a la distancia, sus ojos ya sabían que yo no me iba a dejar encontrar. Bastaba un suspiro de algún pibe para que la sintiera acercarse y me vaya a trabajar al fondo, donde ella no me podía ver. La amaba en secreto y ella a mí, pero nunca tuvimos el coraje para decírnoslo en la cara. Nos fuimos alejando y metiendo en nuestras vidas de antes de ser felices, hasta perdernos y a la vez olvidarnos un poco. 
Los muchachos me cargan y me recuerdan lo que dejé ir, pero yo no les doy bola. Ya ni la miro pasar, pero porque sé en qué está pensando. Los cadetes le gritan cosas mientras yo escucho el aviso de mi celular, lo agarro con una sonrisa y le contesto «Bueno, dale».

jueves, 10 de mayo de 2012

Multiverso

La noche abrazaba la playa con la calidez característica de los veranos del sur, mientras en el bar Juan arrancaba la tercera cerveza. Sin prestar atención a la gente del lugar, esperaba a su mejor amigo. Clara estaba conversando con sus amigas y lo miraba de lejos, como soñando sin saber. La música, de moda, no dejaba de sonar mientras él estaba triste y necesitaba compañía; ella estaba algo borracha, divirtiéndose en la soledad de su grupo de amigas.
Cuando Juan buscó su teléfono celular en el bolsillo interior de la campera, Clara encontró un brillo en sus ojos que llamó su atención. Entonces se excusó mencionando el baño y caminó unos metros sin rumbo, deteniéndose luego en la barra; lo observó por largo rato y percibió al joven bonito, relajado y algo sensual. Llevaba una mirada sincera que lo pintaba triste, levemente maquillado por el dolor. Una distancia no mayor a los cuatro metros era el único obstáculo.
Un par de minutos después de notar que su teléfono llevaba ya una hora sin funcionar, Juan comenzó a impacientarse. Pidió una nueva botella que se propuso tomar con calma, y pensó en ella. Hacía pocas semanas que estaban separados y la extrañaba tanto que le dolía. Se rió al recordar lo que el impuntual le dijo horas atrás y se encogió de hombros; se imaginó en el océano y miró a su alrededor, buscando los peces más bonitos. Encontró un vestido rojo que destacaba del resto y comenzó a nadar en esa dirección.
Si debiese representar la sensualidad, pensó, se parecería mucho a ese par de piernas. La cintura de la colorada lo tentaba con sus curvas, invitándolo en silencio a posar sus manos ya inundadas por el calor. Con el pensamiento avanzó por su cuerpo, como conquistándolo paso a paso. Sintió sus propios labios marcando el camino a lo largo de su abdomen, en dirección al cuello y sin dejar detalle por disfrutar. Se imaginó mordiendo la fruta más dulce que alguien pudiera alguna vez morder, y siguió caminando.
Clara vio a Juan incorporarse, se perdió en la expresión de su rostro y maravillada no quiso volver; en el mar de las miradas se encontró con él a solas, entregándose a las primeras chispas de un fuego atroz. Dejó que una voz lastimada pero astuta endulzara sus propias respuestas; poco a poco fueron encontrándose el uno al otro, intentando reconocerse en la hermosura del contraste. Ella sintió la firmeza de sus manos y se encargó de no dejarlo ir.
*****
La noche abrazaba la playa con la calidez característica de los veranos del sur, mientras en el bar Juan arrancaba la sexta cerveza. Sin prestar atención a la gente del lugar, y de buen humor, él y su compañero reían sin descanso. Clara conversaba con sus amigas y miraba en otra dirección, abstraída. Él estaba algo borracho y se disponía a retirarse; ella estaba triste, esperando que la rescataran.
Juan olvidaba y cantaba a los cuatro vientos, intercambiando estrofas con algún habitué del bar, mientras ella reía sin saber por qué. Clara miró a sus anchas en plena sonrisa, deteniéndose luego en Juan; lo observó por largo rato y se percató de su belleza. Llevaba una sonrisa herida que, seguro sin querer, contaba mucho de él. Sin dejar de reír caminó unos metros; se acercó a la barra, tomó asiento en uno de los extremos y siguió observando al joven.
Juan apuró el trago al ver a su amigo trayendo botellas nuevas, justo antes de pensar en ella. Rió con algún recuerdo de doble filo e ignoró un comentario sobre los peces que habitan el mar; se imaginó en sus brazos y miró a su alrededor, buscando la salida. Con la mirada recorrió el lugar y no pudo evitar perderse; la encontró a un lado del laberinto y se imaginó recorriéndolo con ella. Clara notó que los roles se habían invertido y, con la cabeza gacha, se apresuró a pedir una bebida al azar.
Envalentonado por el alcohol, Juan avanzó unos pocos pasos en dirección a la mujer. Con la sonrisa en alto caminó mirando sus ojos, esquivos, planeando su intromisión. Clara lo vio acercarse y, al perder su batalla con los nervios, decidió escapar. Él se quedó en silencio, pensando en quién sabe qué; tomó su teléfono y marcó un número, y este número abrió una puerta que a su vez cerró otros caminos, pero avanzó con decisión.
Atravesó el umbral sin dejar un rastro de migas y reconociendo el camino. Se dispuso a ahogarse en los mismos mares de siempre con la esperanza de que, algún día, una estrella fugaz le indicase el camino correcto, o quisiera llevárselo. Dejó su botella a un lado y salió del bar sin decir nada. Caminó bajo la lluvia, ensimismado, esperándola para no extinguirse.

lunes, 9 de abril de 2012

Autocrítica

El hombre miedoso miró al doctor, y le preguntó:
¿La dificultad para descansar, a qué se debe?
A la falta de autoridad dijo ella.
Fue así que, sólo esa vez, durmió acompañado.

Minus

Serás palabra,
bella, enamorada,
canción breve.

viernes, 30 de marzo de 2012

Espinas

La conocí en la facultad hace seis semanas, cuando formaba parte del pequeño grupo de alumnos nuevos que cursaban algunas materias de años avanzados, siempre esperanzados y confundidos. Pasados los últimos días del verano encontré en sus ojos algunos juegos nuevos que tímidamente fueron mostrándose; un hada frágil, sincera, asomaba cada vez que sonreía. Cientos de papelitos secretos construyeron un castillo muy brillante en cada aula y decenas de conversaciones lo cargaron de historias. Nos conocimos, ella se fue acercando y  a mí me llevó la corriente.
La noche cayó sobre nosotros grillo a grillo, como recordándonos que el mundo existe allá en algún plano. El frío tocó su piel disparando un resoplido involuntario pero suficiente; me quité la campera negra que tanto le gustaba y le gané una sonrisa, tan bonita ella ahí con nosotros, sola. Dos horas caminamos por Capital Federal y hace una que rondábamos el Planetario: ella quería ver el show de luces que sus hermanas, aún en Santa Rosa, le habían recomendado.
En el instante en que la noche se quedó sin puchos, el calor se mostró amistoso tocando ciertos puntos de nuestra piel. Su aliento tibio me hacía sentir bien y se volcaba en mi cara cuando nos mirábamos, distanciados por la timidez y también un poco por el mutuo interés en la conversación. Habíamos hablado tanto que todos los chistes fueron correctos y todas las risas correspondidas. Le propuse pasear con la mirada y su respuesta fue un beso de esos que uno espera siempre y hasta sin querer, el oxígeno con el que se continúa jugando bajo el agua.
Un poco de sus labios para hacer desaparecer el frío, una pizca de las cosquillas de sus pestañas para viajar al universo que nos quedará pintado. Sentí su presencia penetrando mi mundo con su perfume, instalándose para siempre en el césped, el murmullo de los autos, las luces de colores. Miré el cielo como consecuencia de sus aventuras en mi cuello, sonriendo con fuerza y sabiéndome por eso confundido. Nunca usé reloj, pero pedí en silencio la descompostura del tiempo. Me quise ahí para siempre, con mi cuerpo derramando felicidad y buscándome en sus ojos negros, fuera y dentro de mi mente.
La oí quitándose parte de la primer máscara cuando, abrazados, hablamos de nuestros planes. Sentí su sonrisa volverse sincera, sus manos más delicadas, su piel más suave. Noté sus palabras soltando sentencias cada vez con menos fuerza, desenvolviéndola con presteza, desprotegiéndola adrede. Olí su miedo y la abracé como si así pudiera resguardarla en mi pecho, cuidándola mientras aprende a cantar bajito, sólo para mí. Es difícil rodear con los brazos un alma desnuda.
Su inocencia la dejó en mis manos, durmiendo maquillada con las luces y los colores. En sus ojos cerrados encontré la paz pero nunca dejé de sentirme incómodo, pues tanta fragilidad me obligó a tener cuidado. Intenté incorporarme, pero un detalle de mi armadura tocó su ser y comenzó a sangrar. Quise acercarme para socorrerla, limpiar esa herida, salvarle la vida; cada movimiento significó un corte y las dimensiones de mi protección ya no me dejaron mover. Con esfuerzo y mucha paciencia logré cubrirla con la campera negra, esa que tanto le gustaba, y me fui silbando un tango que nunca nadie se animó a escribir.

viernes, 9 de marzo de 2012

Enemigos del tiempo

—¿Qué día es hoy? —preguntaba de lunes a lunes. En un principio creí que se trataba de un chiste, alguna especie de broma que la divertía en silencio exagerando su ingenuidad. Con el tiempo entendí que ella en verdad olvidaba esas cosas, así como también las fechas, los nombres, las caras, las comidas, sus tareas, las citas y el tiempo. Odiaba a este último por sobre todo, creyéndolo causante de sus olvidos. —Es una maldición, el tiempo. Un monstruo comevidas, una regla que no quiero respetar.

Una tormenta de verano musicalizó sus palabras cuando, bajo las sábanas, me explicó que nada de lo nuestro funcionaría si la obligaba a pensar en el porvenir. «El futuro no existe», dijo mirándome a los ojos. «Se trata de un refugio para quienes viven postergando todo, siempre con miedo a dormir poco, a cantar mucho, a vivir bien; es una esperanza vacía para quienes temen sonreír con fuerza, contagiarse la risa. Una caja gigante donde guardar todo aquello que no nos animamos a sentir hoy». Me explicó que con esto no entendía nuestra educación como inservible, ni odiaba las proyecciones, sueños o ambiciones. Todo lo contrario. Dijo que ese es el combustible del alma y que cada día debe vivirse no como el último sino como el primero. La energía con la que iniciamos el camino no debe mermar con el paso del tiempo pero, en base al reinado del mismo, es algo difícil de conseguir.

La primera vez que tomé su mano al volver de la escuela, sentí su energía recorriéndome la piel, erizándome el vello de los brazos, debilitándome los hombros. Mis pies, torpes, guiaron nuestro regreso a casa. Dos cuadras antes de llegar tropecé con la nada cuando ella, tan hermosa y sonriente, se detuvo sin soltarme. Me mostró que su otra mano también desprendía calor al posarla en mi cintura y sus labios, suaves y poderosos, me dejaron sin aliento por primera vez. Pronto fuimos novios y felices.

Sus manos eran delicadas. No débiles ni flacas, tampoco regordetas, pero sí flexibles y siempre tibias, siempre sobre mí. Su cadera fue desarrollándose al ritmo de nuestra relación y nunca dejó de ser el abrigo de mis deseos. Tanto la niña como la mujer me sorprendieron cada uno de los días de nuestra historia, los cuales acordamos vivir sin nombres. Sin su permiso festejé el primero de cada mes en honor a la tarde en que nos besamos, sendas mochilas en la espalda, ambos radiantes y a la vez algo confundidos, nervioso.

En silencio imaginé los ojos de nuestra hija recorriendo su belleza con la punta de mis dedos. Cada vez que tocaba su rostro o ansiaba sus labios la engañaba adrede, imaginando un futuro en el que sobrevivíamos juntos. La quería conmigo porque era perfecta, ideal. Me cantaba sin abrir la boca y bailaba completamente inmóvil contándome de su lucha contra el tiempo. Creía que declarándole la guerra nuestras horas durarían más que las del resto y por eso podríamos amarnos en profundidad cada día, así fuera martes, domingo o cualquier otro. Creamos una realidad en la que cada segundo valía un beso y los minutos se medían en caricias, sonrisas y una que otra canción de moda. Éramos conscientes de que nuestras reglas —por llamarlas de algún modo— sólo servían para nosotros y por eso guardábamos silencio, aceptábamos el mundo de los demás y con él nuestras obligaciones. Aún cursábamos el último año del secundario cuando nuestra burbuja se vio invadida por el peso de una realidad incompatible.

—Nos vamos a Europa a fin de año —me dijo con lágrimas en los ojos y sujetando mi brazo con firmeza. Pregunté a nadie un «¿Nosotros?» que se detuvo en mis pensamientos. Entendí que ya no habría un nosotros y eso bastó para que cada palabra, cada ilusión y cada esperanza mutaran en llanto. Vi mis planes volverse un cuento inconcluso, un viaje de ensueño trunco por falta de combustible. Nos mentimos a la cara y nos besamos como nunca. Esa tarde hicimos el amor como si cada mes que nos separaba del destino fuera a durar más de lo normal, sólo inspirados por nuestro amor sincero. Pocas semanas más tarde ya no éramos novios ni amantes, tal vez tampoco amigos.

Tras su partida comprendí que ella había sido un sueño de amor eterno, de esos que uno no olvida jamás. Marcó mi vida a fuego y me enseñó a vivirla a su manera: siendo enemigo del tiempo, siempre.

lunes, 27 de febrero de 2012

Reina

Si soy momentos seré una pausa, dijo un día mi corazón. Sonrió a sus anchas, se irguió al instante y sacudió su pequeña presencia. Tomé en mis manos sus expectativas y lloré mostrando las encías con una risa sincera, de esas que nos abaratan la culpa. Fue la segunda vez que nos vimos y también cuando aprendimos a disfrazarnos de hoja en blanco.

Pasé noches en mi rostro y mirando por mis ventanas, sintiendo el cómo ser otro en base a lo que no quiero de mí. Jugué con letras y palabras al ritmo de la risa de turno, marcando mis límites de acuerdo a las reglas que fui encontrando en el camino. Corrí por un amplio castillo cargado de ilusiones huecas y sin sentido, de cuentos que sin magia pecan de incomprensibles y de canciones que aún esperan a quien las lleve de la mano. Me conté las mejores historias que podré alguna vez imaginar.

Con cientos de escapes en mi cabeza puse los pies sobre la tierra. Encontré un laberinto hermoso en el que me puse cómodo y ahí vivo hace unos meses, esperando. Con el barro te di forma y una que otra inquietud, pero sigo buscando el nombre que pueda vestir tu sonrisa. Sé que te amo y acá estoy. Evitándote.

jueves, 16 de febrero de 2012

Reset

Jugué con las últimas luces a dibujar su timidez. Entre líneas oí sus risas sobre mis hombros, burlándose de mi insistencia y sabiendo que todo intento sería en vano. Encontré su sombra entre mis miedos, escapándose como de costumbre.

Tomé con la mano derecha una pluma y comencé a describirla, jugando a sacarla de mi mente y así poder reconocerla. Siempre tan bella, tan diferente, de ojos sinceros y con una de esas máscaras que contagian seguridad. Escribí sobre su rostro como si me contara un sueño y me posé sobre sus labios antes de nadar en tristes ojos; ese fue el momento exacto en que perdí el rumbo.

Enojado conmigo mismo y tras perfumar la frustración con algunas medidas de whisky, dejé el cuaderno en un rincón maldiciéndolo en voz muy baja. Dormí inventando palabras, con la loca idea de encontrar al menos una que supiera definirla. Capturé una imagen nueva sin sentir sabor a olvido y, casi sin querer, las letras comenzaron a derramarse. Desperté solo, perdido, abstemio de las caricias que se perdieron en la noche.

¿Será que mi memoria está fallando? Tiempo atrás, recuerdo haber cerrado los ojos y haberme dejado llevar por las curvas de su encanto. Usé mis manos como guía y lentamente dibujé el mapa que sólo un par de mis sentidos tuvieron la gracia de comprender. La volví arcilla y mi invento; fue muñeca y juguete de una realidad que hoy no existe más que en algunos silencios, de esos que aparecen por sorpresa y con el viento.

Ese día me di un consejo: no mezclar jamás la vida con los recuerdos, pues el precio de ser un necio será siempre una sonrisa intermitente. Tomé un fósforo y lo encendí, acercándolo a mi pasado. Cuidadosamente entregué el cuaderno y segundos más tarde lo vi consumirse, sin medir las consecuencias que Morfeo me ayudó a minimizar. Cuando el papel se vio cenizas, escuché sonar el timbre.

Limpié rápidamente la escena del crimen y abrí una ventana, pues el olor del humo se había impregnado en el ambiente. En tres saltos hice contacto con el picaporte y pregunté quién era. Sin recibir respuesta abrí la puerta y la vi, sonriendo.

Ahí estaba, mi hoja en blanco.

jueves, 9 de febrero de 2012

Son todas iguales

¿Por qué debía seguir esperando? A esa altura de la noche, la leve sospecha de que sería plantado por una mujer había comenzado a disfrazarse de certeza. Una a una recolecté las señales y supe que esa no iba a ser mi mejor noche, tal vez tampoco la siguiente e incluso que nada retomaría su curso normal hasta la semana próxima.

Busqué una moza con la mirada pero nadie se acercó a satisfacerme. Tomé una servilleta y sequé con ella las brillantes gotas de sudor que ya habían conquistado mi frente y tomado parte de mi rostro. Sonreí como si alguien me prestara atención, diciéndome por dentro «todo va a estar bien, en algún momento ella va a mostrar su cara tan bonita y todo será un mal recuerdo» como si eso ayudara.

Me puse de pie buscando oxígeno y quitar la molestia de los ojos de las personas del lugar sobre mis hombros. «Pobre estúpido» los oía pensar, «hace ya dos horas que está acá mirando el techo, encontrándose cada tanto con un mal trago y la constante ilusión de que todo se va a solucionar de alguna forma». Las caras de los habitués del lugar lo decían todo. Incluso los empleados parecían encontrar normal todo este ritual y nadie me dijo nada cuando con un grito lancé mi teléfono celular al piso, sin recoger los pedazos después de tomar asiento.

Treinta minutos antes había llegado al límite y decidí que sólo iba a esperar otra media hora a que el destino tirara para mi lado. Pero antes de llegar al horario establecido, unos ojos azules me hablaron desde el lugar que sigilosamente habían ocupado del otro lado de la mesa, invitándome a jugar. Si bien no andaba de buena racha con las mujeres, siempre tuve en claro que hay que saber arriesgarse en el momento justo y con las mejores cartas, poniendo en juego todas las fichas siempre que fuera necesario.

Y ahí estaba yo, como un estúpido, esperándola otra vez de pie. El croupier contó hasta tres antes de mostrar la última carta, muy diferente a la sonrisa de mi amada. La rubia de ojos grandes festejó y sus dos reyes la llenaron de alegría, dejando fuera de combate mi par de damas y mi esperanza, que golpeada y algo asustada ya estaba esperando en el estacionamiento, rogando por volver a casa. Necesitaba descansar, besar a mi mujer y abrazar a mis hijos. Acostarme algunas horas y soñar en paz, otra vez con ella.

Es hermoso despertar sabiendo que son todas iguales.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Amor

Bien. Si, la tomé. Sí, abrí las ventanas. No, no me olvido.

Sí, yo también.

miércoles, 25 de enero de 2012

Mentira

Hoy canto pensando en vos sabiendo que te extraño nuevamente, solo y angustiado. Siento pensando en mí, queriendo que los momentos se extiendan cada día un poco más. Mi voz es terca y fue la primera en olvidar tu nombre.

Mi piel ya no sabrá cuántos de tus besos quedaron escondidos, ni que en un suspiro podría verlos renacer. Soy pura resignación, de la que vive inquieta peleando por no exigir; pura imaginación, de la que grita y se expresa pateando para existir.

Te encontré un día en otro rostro y con otras señas, queriéndome imaginar contigo en tu propia vida. Siempre lejana, vibrante, como nunca dejaste de ser, tan cercana y amenazante como la noche al atardecer.

Hoy te escribo y me sé fiel, sonriéndote en otros ojos. Ya no canto, soy murmullo de un recuerdo irreverente; tampoco sufro, soy la danza del ritmo de mis batallas.

Sos mis dudas, mis temores, cada una de mis faltas.

Te adjudico mis olvidos y este, mi adiós sincero.

martes, 3 de enero de 2012

Buenos días

Cuando llegaron tus labios, el huracán y yo nos estábamos conociendo. Me explicó sus intenciones y me hizo olvidar todas las cosas que dejaba atrás, llevándome luego de paseo por un mundo que había tapado con cadenas.

Divagué para encontrarme conmigo y colgar mis preguntas al sol, pero tu sonrisa no hizo más que complicarme las cosas. Me obligó a destacarla en un mar de palabras necias y a seguir en el juego más divertido que pude presenciar en meses. La mañana siguiente, mi insomnio se amigó con tus palabras y, sin llegar nunca al empate, ambos logramos ganar.

Casi sin darme cuenta, la dulzura de tu voz se mezcló en mis canciones dándome en consecuencia ganas sin resolver. Ganas que en composé con los días se transformaron en deseos, para llegar al nivel de la fantasía y tocar a las puertas de un corazón confuso.

Con la voz, las manos temblando y una tarjeta gastada me enfrenté a mi peor enemigo sin vacilar. Casi diez horas medí al tiempo, desafiándolo con mis dudas y esquivándolo con mis sueños. Casi diez horas pude arrepentirme, pero eso nunca pasó: en el momento justo y sin pensarlo dos veces, me abrazaste.

Las letras se lucieron y te vistieron perfecta. Eras real y tan dulce como nunca sabrás mostrarlo, con ojos sinceros y una sonrisa que nadie debería borrar.

Fueron cuatro días hermosos donde cada caricia exploró un mundo y cada beso sembró calor sobre un campo de lo más sabroso. Ninguna situación fue un "adiós" y ningún silencio un "hasta luego".

A mi ritmo encontré el equilibrio y hoy te recuerdo como puedo, intentando entenderte mejor. No volviste a mis sueños y sé que no lo querés, pero entre mis musas siempre vas a destacar; con tu sonrisa, tus labios tan bellos y una luz escondida que tanto quiere contar, perfumaste mi almohada a la distancia contándome que te vas.

Cuando las noches son buenas y mi mente se pone a jugar, sigo planeando despertarte con la sonrisa en el mar.