La
conocí en la facultad hace seis semanas, cuando formaba parte del pequeño grupo
de alumnos nuevos que cursaban algunas materias de años avanzados, siempre
esperanzados y confundidos. Pasados los últimos días del verano encontré en sus
ojos algunos juegos nuevos que tímidamente fueron mostrándose; un hada frágil,
sincera, asomaba cada vez que sonreía. Cientos de papelitos secretos
construyeron un castillo muy brillante en cada aula y decenas de conversaciones
lo cargaron de historias. Nos conocimos, ella se fue acercando y a mí me llevó la corriente.
La
noche cayó sobre nosotros grillo a grillo, como recordándonos que el mundo
existe allá en algún plano. El frío tocó su piel disparando un resoplido
involuntario pero suficiente; me quité la campera negra que tanto le gustaba y
le gané una sonrisa, tan bonita ella ahí con nosotros, sola. Dos horas
caminamos por Capital Federal y hace una que rondábamos el Planetario: ella
quería ver el show de luces que sus hermanas, aún en Santa Rosa, le habían
recomendado.
En
el instante en que la noche se quedó sin puchos, el calor se mostró amistoso
tocando ciertos puntos de nuestra piel. Su aliento tibio me hacía sentir bien y
se volcaba en mi cara cuando nos mirábamos, distanciados por la timidez y
también un poco por el mutuo interés en la conversación. Habíamos hablado tanto
que todos los chistes fueron correctos y todas las risas correspondidas. Le
propuse pasear con la mirada y su respuesta fue un beso de esos que uno espera
siempre y hasta sin querer, el oxígeno con el que se continúa jugando bajo el
agua.
Un
poco de sus labios para hacer desaparecer el frío, una pizca de las cosquillas
de sus pestañas para viajar al universo que nos quedará pintado. Sentí su
presencia penetrando mi mundo con su perfume, instalándose para siempre en el
césped, el murmullo de los autos, las luces de colores. Miré el cielo como
consecuencia de sus aventuras en mi cuello, sonriendo con fuerza y sabiéndome
por eso confundido. Nunca usé reloj, pero pedí en silencio la descompostura del
tiempo. Me quise ahí para siempre, con mi cuerpo derramando felicidad y
buscándome en sus ojos negros, fuera y dentro de mi mente.
La
oí quitándose parte de la primer máscara cuando, abrazados, hablamos de
nuestros planes. Sentí su sonrisa volverse sincera, sus manos más delicadas, su
piel más suave. Noté sus palabras soltando sentencias cada vez con menos
fuerza, desenvolviéndola con presteza, desprotegiéndola adrede. Olí su miedo y
la abracé como si así pudiera resguardarla en mi pecho, cuidándola mientras
aprende a cantar bajito, sólo para mí. Es difícil rodear con los brazos un alma
desnuda.
Su
inocencia la dejó en mis manos, durmiendo maquillada con las luces y los
colores. En sus ojos cerrados encontré la paz pero nunca dejé de sentirme
incómodo, pues tanta fragilidad me obligó a tener cuidado. Intenté
incorporarme, pero un detalle de mi armadura tocó su ser y comenzó a sangrar.
Quise acercarme para socorrerla, limpiar esa herida, salvarle la vida; cada
movimiento significó un corte y las dimensiones de mi protección ya no me
dejaron mover. Con esfuerzo y mucha paciencia logré cubrirla con la campera
negra, esa que tanto le gustaba, y me fui silbando un tango que nunca nadie se
animó a escribir.
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ResponderEliminarCuándo seas un escritor famoso y millonario vas a seguir siendo mi amigo?
ResponderEliminarSiempre.
EliminarExcelente Final. Pero sos muy mal tipo... pobrecita. Abrazo.
ResponderEliminar¡No soy malo! Tampoco mis personajes. Sólo cuentan sus desdichas, daños aparte.
EliminarNunca comenté que el final es tan lindo como triste. Lo triste, en general, es lindo.
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