viernes, 9 de marzo de 2012

Enemigos del tiempo

—¿Qué día es hoy? —preguntaba de lunes a lunes. En un principio creí que se trataba de un chiste, alguna especie de broma que la divertía en silencio exagerando su ingenuidad. Con el tiempo entendí que ella en verdad olvidaba esas cosas, así como también las fechas, los nombres, las caras, las comidas, sus tareas, las citas y el tiempo. Odiaba a este último por sobre todo, creyéndolo causante de sus olvidos. —Es una maldición, el tiempo. Un monstruo comevidas, una regla que no quiero respetar.

Una tormenta de verano musicalizó sus palabras cuando, bajo las sábanas, me explicó que nada de lo nuestro funcionaría si la obligaba a pensar en el porvenir. «El futuro no existe», dijo mirándome a los ojos. «Se trata de un refugio para quienes viven postergando todo, siempre con miedo a dormir poco, a cantar mucho, a vivir bien; es una esperanza vacía para quienes temen sonreír con fuerza, contagiarse la risa. Una caja gigante donde guardar todo aquello que no nos animamos a sentir hoy». Me explicó que con esto no entendía nuestra educación como inservible, ni odiaba las proyecciones, sueños o ambiciones. Todo lo contrario. Dijo que ese es el combustible del alma y que cada día debe vivirse no como el último sino como el primero. La energía con la que iniciamos el camino no debe mermar con el paso del tiempo pero, en base al reinado del mismo, es algo difícil de conseguir.

La primera vez que tomé su mano al volver de la escuela, sentí su energía recorriéndome la piel, erizándome el vello de los brazos, debilitándome los hombros. Mis pies, torpes, guiaron nuestro regreso a casa. Dos cuadras antes de llegar tropecé con la nada cuando ella, tan hermosa y sonriente, se detuvo sin soltarme. Me mostró que su otra mano también desprendía calor al posarla en mi cintura y sus labios, suaves y poderosos, me dejaron sin aliento por primera vez. Pronto fuimos novios y felices.

Sus manos eran delicadas. No débiles ni flacas, tampoco regordetas, pero sí flexibles y siempre tibias, siempre sobre mí. Su cadera fue desarrollándose al ritmo de nuestra relación y nunca dejó de ser el abrigo de mis deseos. Tanto la niña como la mujer me sorprendieron cada uno de los días de nuestra historia, los cuales acordamos vivir sin nombres. Sin su permiso festejé el primero de cada mes en honor a la tarde en que nos besamos, sendas mochilas en la espalda, ambos radiantes y a la vez algo confundidos, nervioso.

En silencio imaginé los ojos de nuestra hija recorriendo su belleza con la punta de mis dedos. Cada vez que tocaba su rostro o ansiaba sus labios la engañaba adrede, imaginando un futuro en el que sobrevivíamos juntos. La quería conmigo porque era perfecta, ideal. Me cantaba sin abrir la boca y bailaba completamente inmóvil contándome de su lucha contra el tiempo. Creía que declarándole la guerra nuestras horas durarían más que las del resto y por eso podríamos amarnos en profundidad cada día, así fuera martes, domingo o cualquier otro. Creamos una realidad en la que cada segundo valía un beso y los minutos se medían en caricias, sonrisas y una que otra canción de moda. Éramos conscientes de que nuestras reglas —por llamarlas de algún modo— sólo servían para nosotros y por eso guardábamos silencio, aceptábamos el mundo de los demás y con él nuestras obligaciones. Aún cursábamos el último año del secundario cuando nuestra burbuja se vio invadida por el peso de una realidad incompatible.

—Nos vamos a Europa a fin de año —me dijo con lágrimas en los ojos y sujetando mi brazo con firmeza. Pregunté a nadie un «¿Nosotros?» que se detuvo en mis pensamientos. Entendí que ya no habría un nosotros y eso bastó para que cada palabra, cada ilusión y cada esperanza mutaran en llanto. Vi mis planes volverse un cuento inconcluso, un viaje de ensueño trunco por falta de combustible. Nos mentimos a la cara y nos besamos como nunca. Esa tarde hicimos el amor como si cada mes que nos separaba del destino fuera a durar más de lo normal, sólo inspirados por nuestro amor sincero. Pocas semanas más tarde ya no éramos novios ni amantes, tal vez tampoco amigos.

Tras su partida comprendí que ella había sido un sueño de amor eterno, de esos que uno no olvida jamás. Marcó mi vida a fuego y me enseñó a vivirla a su manera: siendo enemigo del tiempo, siempre.

4 comentarios:

  1. Hay emociones en la vida que nunca se pueden olvidar..Y cuando las recuerdes,te alegraran el dia.El dia que nunca va a ser igual al de otros dias,por la fuerza del recuerdo.Excelente publicacion ..!Malala

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  2. la pucha! que pedazo de texto! FELICITACIONES ES BRILLANTE Y ENVIDIABLE!
    SALUDOS.

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  3. Me regalaste seis minutos de poesía. Felicitaciones! Gracias por escribir

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  4. Leyéndolo lloré lágrimas secas. Me encantó.

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