Cuando me la presentaron, hace unos meses, Sofía era comparable a la más pequeña de las flores hermosas. Sus ojos llegaban siempre antes que ella y con los muchachos nunca pudimos evitar adorarla como en algún tiempo se adoró el Sol. Caminaba cada mañana por el barrio sacando a pasear algún novio o alguna mascota, y se reía cuando, a coro, todo el depósito le cantaba un poco de amor. Una tarde que no hubo mucho trabajo, el encargado nos llamó a los gritos para alegrarnos la semana: con una sonrisa en la cara, nos contó que la vecina le cayó con un chisme de barrio. Si bien a él los cuentos nunca le hicieron gracia y nosotros ya lo mirábamos raro, no pudimos evitar ponernos muy contentos. Porque claro, quién iba a imaginar que Sofía andaba mirando a uno del grupo.
Pasaron los días y la mayoría se olvidó de pensarse afortunado. Ella seguía pavoneándose, cada día más sensual, y eso a muchos nos alcanzaba para llegar en condiciones al final de la jornada. Pero mientras el encargado dormía la siesta de los miércoles y los viernes, un grupo de cadetes se reunió religiosamente a intercambiar rumores. A las tres semanas dieron con el nombre.
—Lucas, sos vos —vino a decirme uno un día. Entendí todo cuando la cuarta piña de los muchachos me dejó tumbado en el piso, y el Gringo se me tiró encima para besarme y felicitarme.
—¡Grande, pendejo! —me gritó el Gordo desde el fondo— A ver si la hacés feliz por todos nosotros.
Me incorporé esquivando un «¿No será mucha mina para vos?» y, sin dejar de sonreír con fuerza, me quedé helado cuando la vi en la vereda de enfrente caminando sola, apurada y sin perro ni novio faldero. Todos la vimos atravesar el jardín a unos cien metros de donde estábamos e ingresar a su casa dando un portazo. Ignoré las cargadas de mis compañeros y decidí esperar a la mañana siguiente.
Ni bien la vi encarar para el depósito, le pegué un grito al encargado para ponerlo en aviso de que me ausentaría por un rato. Con una risa y un gesto me dejó ir tranquilo, y sonriendo y caminando, con mi mejor ropa de trabajo salí al cruce. Le pregunté si se llamaba Sofía y si me conocía, aunque sin esperar respuesta le conté a qué me dedicaba. Le conté también de mi vida y algunos de mis problemas pero sólo para decirle que ella me hacía cantar, y que cantar es una expresión divina así como también el amor que yo sentía. Canté la canción más linda que pude alguna vez querer cantar y vaya uno a saber si la conocía de antes, porque cuando empecé a llorar, y ella también, sentí que no era yo el que cantaba sino el yo que ella me había hecho crecer dentro: un yo hermoso, feliz y lleno de fuerza, que era claro al expresarse y enamoraba con la voz. Pronuncié la última estrofa con lo que me quedaba de aliento y en una explosión muy rara comenzamos a reír; primero yo, incontenible, me derramé a carcajadas y luego ella, con timidez, se hizo gigante sin esfuerzo. Nos miramos a los ojos y me dejó mudo, situación que aprovechó para anotar su número en mi celular. Me dijo «sos muy lindo» y me besó en los labios antes de irse sin voltear.
Esa tarde marqué el número que me regaló con descaro y cuando escuché su voz me tiré un poco atrás, pero a la segunda o tercera risa junté fuerzas y la invité a salir. Ella soltó una sonrisita que pude escuchar por teléfono y me prometió una respuesta para esa misma noche. Cerca de las nueve, un mensaje de texto grabó en mis retinas un «¿Nos vemos?» y a las pocas horas aprendí a convivir con la felicidad.
Dejé que me comiera con sus ojos azules e hicimos el amor como nunca lo hice con otra mujer. Me hundí en la arena de sus manos y descubrí su cuerpo con algún sentido nuevo. En la oscuridad de su habitación nos frotamos hasta encontrar luz, y el fuego, amenazante, desapareció bajo una lluvia helada que nos revivió a los dos. Nos miramos a los ojos a tientas y nos dejamos reír hasta acabar.
Cuando se anunciaban, a la distancia, sus ojos ya sabían que yo no me iba a dejar encontrar. Bastaba un suspiro de algún pibe para que la sintiera acercarse y me vaya a trabajar al fondo, donde ella no me podía ver. La amaba en secreto y ella a mí, pero nunca tuvimos el coraje para decírnoslo en la cara. Nos fuimos alejando y metiendo en nuestras vidas de antes de ser felices, hasta perdernos y a la vez olvidarnos un poco.
Los muchachos me cargan y me recuerdan lo que dejé ir, pero yo no les doy bola. Ya ni la miro pasar, pero porque sé en qué está pensando. Los cadetes le gritan cosas mientras yo escucho el aviso de mi celular, lo agarro con una sonrisa y le contesto «Bueno, dale».
Gracias por llevarme a volar, a reír y a llorar con ellos en tus historias.
ResponderEliminarFelicitaciones, una vez mas.
Muchas gracias a vos por tus palabras. Comentarios de este tipo me llenan de orgullo.
EliminarUn saludo,
Iván.
Y hablando de orgullo, aprovecho yo tambien para dejar mis felicitaciones.
ResponderEliminarGracias. No hay como viajar con tus letras.
Gracias Male, siempre atenta a cada una de mis palabras. Siempre saco algún boleto de más por si viene gente como usted.
EliminarEl escrito es impecable, como siempre. Me encantó el final y me encanta leerte. Saludos.
ResponderEliminarMuchas gracias, Licenciada. Me encanta escribir sabiendo que estás leyendo.
EliminarEXCELENTE. De principio a fin.
ResponderEliminarEl anterior también me gustó mucho.
Abrazo.
ME GUSTO MUCHO TU BLOG, LOS ÚLTIMOS DOS SOBRETODO
ResponderEliminarADMIRO A QUIENES PUEDEN ESCRIBIR COMO VOS
SALUDOS.
Muy bueno jus, me encantó. Un abrazo.
ResponderEliminarhay historias que son tal espejo de la propia, que atraviesan el alma.
ResponderEliminarGracias por escribir esta, y recordarme tantas cosas.
Seguiré con los otros, fue un placer encontrarte
Genial! Abrazo.
ResponderEliminarMe gustó mucho este relato, lo elegí por eso para venir a decirte que te estoy leyendo. Y que pienso seguir haciéndolo.
ResponderEliminarAunque me digas blablabla.
Besote.
"...descubrí su cuerpo con algún sentido nuevo"
ResponderEliminarBello, muy
=)