Caminé al menos quince minutos por esas estrechas callecitas parisinas que uno no suele ver en televisión, hasta que una avenida me volcó en la ciudad. Crucé con un grupo de turistas y seguí avanzando en línea recta hasta llegar a la zona de bares y clubes, donde caminé esperanzado buscando un lugar para olvidar. Desde la vereda escuché una tonada que me resultó familiar, y fue por eso que entré al bar más pequeño de la cuadra. En la puerta de metal con detalles en vidrio pude ver algunos mensajes en español, portugués e inglés; bastó caminar pocos metros para entender que se trataba de un lugar dedicado especialmente a los jóvenes estudiantes de otros países: allí se reunían veinteañeros de diversos rincones del planeta a compartir la noche tomando alcohol, escuchando música y conociendo a sus futuras parejas. Entré y me senté a un metro de donde estaba.
Tenía el pelo negro, la piel color té con leche y unos ojos verdes increíbles. Llevaba un vestido color negro, sobrio, que se debatía entre lo relajado y lo estrictamente formal. La escuché hablar por teléfono lo suficiente como para comprender que era argentina y que vino a Francia por un intercambio estudiantil. Había conocido un chico de algún país estrafalario pero éste la abandonó, y ahora se encontraba sola y hablando por teléfono con una compañera de la universidad, mientras yo la escuchaba y comprendía que me quería alejar con ella. Cuando terminó de hablar me presenté y le invité un trago, el cual terminó aceptando porque insistí. La música pareció rodearnos y encerrarnos en su burbuja; el volumen cada vez más alto nos llevó de paseo hacia nosotros. Bebimos hasta emborrachamos, y en el bar se burlaron diciéndonos «los mareados». No hicimos caso y salimos de la mano, para no caernos.
Caminamos hasta que nos conocimos un poco y me pidió que le prometiera cosas. Respondí en base al mundo que nos quisimos crear y le dije cuánto la haría feliz, perdiéndome tan rápido en sus sonrisas que ya no recuerdo mucho de lo que pasó después. Sé que desperté en una cama que me ahogó con su perfume, y que en su piel ya podía ver las marcas de mi amor eterno. Vi la sonrisa que aún llevaba en su piel tan clara, y recordé el calor de sus ojos verde eléctrico: lo busqué en la habitación y recorrí la casa, pero no pude dar con esa parte del alma tan esencial. Resignado me vestí, junté mis cosas y me despedí, como con las demás chicas. Fui a mi departamento y recogí apurado el equipaje, pues llegaba justo a tiempo al vuelo que me traería a Buenos Aires.
Una vez mas, sorprendido gratamente.
ResponderEliminarTu escritura cada día lleva a volar mas alto.
Saludos.
Tus bellos cuentos deberían venir acompañados de un quita angustia para esos siempre tristes finales
ResponderEliminar¿Como harás para meter tantas imágenes en letras tan chiquitas? jamas lo sabré, pero no importa mientras pueda seguir conociéndote a través de tu escritura, que no me canso de disfrutar, cuento tras cuento.
ResponderEliminarFelicitaciones e inevitables éxitos.
Si las letras no sirvieran para enamorar, no serían escritas con tanta pasión. Ya me acostumbraste a leer buenas historias y esta es una más. Espero sigas así, saludos.
ResponderEliminarahora puedo?? amigo, qe kamikaze, no se comentar un blog jajaj
ResponderEliminarbueno, eso, ya sabes que me gusta lo que escribis (: